LA PERSISTENCIA DEL ABSURDO
La historia universal refleja, como
constante trágica, el empeño de construir utopías que indefectiblemente han
conducido a la tragedia y al asesinato en masa. Decía Heráclito: “todo fluye,
todo cambia, nada permanece”. Poco o ningún caso se le ha hecho a esta máxima del
insigne presocrático. El absurdo empeño de identificar una verdad única, que
luego se convierte en un dogma negador de la natural pluralidad humana, ha sido
una nefasta presencia que se niega a desaparecer y en un “eterno retorno”,
cobra victimas bajo el cobijo de ideologías políticas, mensajes religiosos y
sectas de todo pelo. La aceptación de ese liberador fluir heraclitiano pasa por
deslastrarse de ser servidumbres ideológicas que enceguecen y nublan la
necesaria claridad para aceptar las incongruencias e irracionalidades en el
comportamiento humano.
No deja de ser paradójico que la nobleza
de ideales como la justicia, la igualdad, la democratización del poder, la búsqueda
de la felicidad sean los motores que justifican la mayoría de estas luchas y
construcciones ideológicas. El riesgo o hecho consumado, es que se convierten
en instrumentos cuasi religiosos de leyes inamovibles con la consecuente
generación herejes, contras, perseguidos, culpables “objetivos”, opositores y “gusanos”
que son sacrificados por negarse a aceptar la “verdad revelada”. El
convencimiento de la existencia de verdades absolutas en lo político y en lo
social conducen al totalitarismo y la tiranía. Esto no es, para nada y por
nada, un aforismo gratuito. En pleno siglo XXI somos testigos de excepción de
la reedición de una idea esclerotizada y anacrónica de la búsqueda del viejo y decimonónico
“hombre nuevo” y de la “sociedad perfecta” que ha convertido a millones de
seres humanos en simples y famélicos autómatas esperando una eventual limosna o
caja de comida. Esto sin contar con el costo atroz de vidas humanas
sacrificadas en las bárbaras y espeluznantes represiones ante la indiferente
mirada del resto del mundo
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