martes, 22 de julio de 2008

LOS COSTOS OCULTOS DE LAS UTOPIAS

En todo el bagaje de explicaciones que pretenden instaurar una cosmovisión “novedosa” o revolucionaria, además de la presunción de la funcionabilidad económica (que parte de errores comprobados en los intentos fallidos) hay una aun más dramáticamente grave: “los nuevos hombres y mujeres” revolucionarios no tienen vicios, ni herencias del viejo sistema. Una increíble metamorfosis se produce por obra y gracia de la asunción revolucionaria. Son impolutos, son en definitiva, agentes inmaculados del cambio. El poder no los afecta, su desprendimiento para lograr “la mayor suma de felicidad posible” los hace actuar en beneficios de todos. De todos los que queden vivos. Y esos que queden, vivirán en una democracia, una del tipo definida por una conseja parecida a “todas las decisiones se adoptaran democráticamente por el líder máximo, y quien no este de acuerdo será ejecutado” (1)

Dentro de esta lógica, la figura del Estado, que en la teoría clásica marxista tiende a desaparecer (en la teoría solamente) adquiere una connotación diferente. Es un Megaestado que todo lo rige, todo lo controla y es el que administra la felicidad y la verdad. En una frase “la sociedad sin clases” estará regida por un Estado corporativo al estilo de Mousolinni: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado”

Es un tanto triste ocuparse de estos temas que pueden sonar baladíes y demodé, mas aun cuando el mundo marcha en la búsqueda de una emancipación que supere las miserias del capitalismo y del socialismo totalitario. Sin embargo todo indica que la principal cuestión y raíz económica del problema no ha sido visualizada y menos aun introyectada por los nuevos héroes: El intercambio de bienes y su precio no se basa únicamente en el trabajo contenido en su elaboración (tanto físico como intelectual). Se fundamenta en la escasez, la cual genera sus grados de valor. Un vaso de agua fría no cuesta lo mismo en el Salto de la Llovizna que en el desierto del Sahara. Estas cuestiones elementales llevan a las mas extremas de las barbaries genocidas en nombre de mundos mejores.

Si las propuestas de cambios políticos y sociales no escatiman en los costos humanos, menos, mucho menos va a parar mientes en la factibilidad económica de sus propuestas. Al fin y al cabo, tal como lo sostiene Desiato “las revoluciones, al igual que las iglesias, en lugar de educar políticamente (y socialmente, agregamos nosotros) suelen adoctrinar con sus ideologías, con sus normas positivas que no deben ser discutidas sino obedecidas sobre la base de la creencia que la revolución es portadora de la verdad misma. Así, bien pronto, la participación y el protagonismo desaparecen para dar lugar a la repetición de conductas y pensamientos prefabricados por el partido único, su “comité central” o su líder” (2). Hay un mar de fondo que suele ser obviado, independientemente de las argumentaciones que se esgriman o se acepten. ¿Y si estuviésemos equivocados, si en el “supuesto negado” de que “nuestra revolución” no sea el camino que nos conduzca a la sociedad soñada, como justificamos o rehacemos la vida de los caídos en el Altar de la Patria, en la Vorágine de la Revolución, en la “Lucha de la Causa Justa” o con cualquier otro nombre estólido con el cual se quiera justificar la masacre. Esto solo se puede decir con una frase necia: No hay felicidad cuando se está muerto.


Notas:
(1) Paráfrasis de palabras emitidas por el venezolano Ilich Ramírez Sánchez, según la versión de David Yalop. “Hasta los confines del mundo”. Editorial Planeta. 1995. España.
(2) Desiato, M. (febrero, 17 de 2007). El fracaso de las revoluciones. Diario El Nacional. Pg. A-6. Caracas.

martes, 1 de julio de 2008

EL MIEDO A LAS ETIQUETAS

La manía de inventar palabras para llenar un discurso que por anacrónico e insostenible, parece ser la moda de los autodenominados inteligencia. “Cambio epocal”, “crisis cilivizacional” y otras monsergas por el estilo adornan a los anteriores marxistas leninistas devenidos en socialistas bolivarianos o con mayor elegancia, en postmodernos de “izquierda”. Y aquí radica la peor de las situaciones. El miedo a las etiquetas. Los que alguna vez albergaron (¿o albergamos?) honestamente la esperanza del cambio revolucionario, del vuelco de una sociedad esencialmente injusta y explotadora por otra solidaria e igualitaria en oportunidades, se encuentran en una encrucijada nefasta. Si reniegan de su fracasado sueño, son de “derecha”, vendidos al imperialismo. Pero si se mantienen en la vieja ideología retrasada y errónea, se saben momias políticas y negadoras de la esencialmente totalitaria aventura. La única opción es la de los “discurseadores de oficio”, los impolutos, los puros, los portadores; antes del dogma ortodoxo; hoy del verdadero camino libre de desvíos y una vez corregida la herejía de los antiguos padres (Lenin, Mao, Stalin). Esta agrupación de intelectuales que lanzan sus dardos gramaticales, por ratos contra el gobierno y otros contra la revolución (¿o es lo mismo?), siempre contra el imperialismo, han medrado oportunamente a la sombra del poder de turno, criticándolo o loándolo. Lo mas cerca que han estado de la pólvora es cuando presencian los juegos artificiales de las celebraciones de la nueva historiografía patria. Una dialéctica, que como siempre, ha servido para justificar todo y para construir nada.

Tarde o temprano todos los que se atreven a pensar distinto son etiquetados. O ignorados, en una especie de mafiosa ley del silencio. La dicotomía perversa se mantiene en nuestro tiempo. Nos guste o no, la tendencia a comprometer, a clasificar o a etiquetar se mantiene. Se discute el formato de lo que se dice y no el fondo de los planteamientos. Es una agotadores e infructuosa pérdida de tiempo tratar de ubicar el adjetivo que aplica. Y mientras, el viejo y el no tan nuevo status se mantienen con ínfulas de perpetuidad