viernes, 28 de abril de 2017

LA FARSA Y LA TRAGEDIA DE LA HISTORIA

 

“La historia se repite, una vez como tragedia y otra como una farsa” (Carlos Marx)

Uno de los dilemas político-morales que mayor cantidad de tinta ha hecho rodar es el de “El fin justifica; o no justifica, los medios”. Independiente de la posición en la que nos ubiquemos, hay un elemento que genera toda la conflictividad: el ansiado fin.  Siempre, el uso de los medios, de una u otra manera, presupone el logro de un fin. La tragedia es cuando se asume todo un repertorio de violencias, manipulaciones y crímenes y al concluir el día, ni siquiera el fin existe.

Es este el caso de los regímenes neo totalitarios, cuyo acceso al poder se realiza, no por  revueltas violentas, sino a través de medios electorales legales. Son una farsa. Esta forma de asunción del poder no es nueva. Como ya lo sabemos, la elevación de Hitler se produjo en términos de Gobierno de la mayoría. Esta fue, de hecho, “la primera gran revolución de la Historia realizada mediante la aplicación del código formal legal existente en el momento de la conquista del poder”

La culminación no es el logro de una sociedad ideal, un mundo de justicia y prosperidad; la eliminación de la lucha de clases, la superioridad de la raza o cualquiera sea la argamasa ideológica de la cual se revista el proyecto o movimiento. El acceso al poder pasa a ser un mecanismo de dominio permanente sin ningún logro concreto para las masas de fanáticos uniformados por la ira, la desesperación, el resentimiento o; paradójicamente, la indiferencia.

Uno de los dos pecados capitales de las democracias occidentales es que tienden a incrementar la indiferencia de los electores al convertir la representación de los ciudadanos en torneos discursivos sin contenido ni  logros concretos. La no participación de la sociedad civil en decisiones de incidencia directa en su vida ciudadana se inclina a este tipo de tendencias. El otro pecado es que el concepto de tolerancia a todas las corrientes de pensamiento lleva, en algunos casos, a un suicidio político del sistema. Al aceptar dentro de su institucionalidad, partidos antisistema o extremismos disociadores, es cuestión de tiempo que la crisis se genere y se establezcan regímenes de fuerza o totalitarios. Estos encuentran condiciones óptimas en esas masas preteridas o indiferentes, las cuales son atraídas mediante promesas reivindicativas de mesianismos utópicos o de movimientos de evolución y o revolución perpetua.

La irreversibilidad de estas situaciones, donde unos presuntos “iluminados” acceden al poder para quedarse adquiere una fisonomía propia de irracionalidad en donde se aceptan todos los excesos y en algunos casos se soslayan los crímenes.  Es una fanatización de las masas, que la lleva a comportamientos que escapan a cualquier explicación sensata. Tal como lo indica Hannah Arendt:

“El factor inquietante en el éxito del totalitarismo es más bien el verdadero altruismo de sus seguidores: puede ser comprensible que un nazi o un bolchevique (o un chavista, agregaríamos nosotros) no se sientan flaquear en sus convicciones por los delitos contra las personas que no pertenecen al movimiento o que incluso sean hostiles a este; pero el hecho sorprendente es que no es probable que ni uno ni otro se conmuevan cuando el monstruo comienza a devorar a sus propios hijos y ni siquiera si ellos mismos se convierten en víctimas de la persecución, si son acusados y condenados, si son expulsados del partido o enviados a un campo de concentración”

Estas características descartan cualquier salida o alternabilidad electoral o negociada por cuanto no existe una finalidad especifica desde el punto de vista de construcción social o de reivindicación. El poder gira en torno a un hegemón o grupo, de comportamientos gansteriles y sin motivaciones de alternabilidad sino de perpetuación. El costo social y humano deja secuelas cuya sanación puede durar generaciones.

Referencias:

“Los orígenes del totalitarismo” Hannah Arendt. Editorial Taurus.2008.Bogotá.Colombia

jueves, 20 de abril de 2017

SIEMPRE QUEDA LA ESPERANZA

Somos el resultado de nuestros actos. Es evidente que el azar puede afectar nuestro ejercicio vital, pero en última instancia somos nosotros los que decidimos nuestro derrotero. Es común creer, sobre todo cuando nos sobra juventud y nos falta experiencia, que podemos controlar nuestras acciones y minimizar las consecuencias de estas. Muy tarde la vida nos enseña que no es así. Ninguna mala acción  puede dar origen a resultados buenos. Al fin y al cabo, todo hecho es producto del material del cual está constituido. Y si lo que resumamos es mentira, odio, manipulación e infidelidad; el resultado es necesariamente dolor, ira, decepción y soledad. Pero independientemente de las consecuencias, siempre es preciso hacer un alto en el camino, evaluar el estado de la situación y perdonarnos. El perdón incluye el arrepentimiento, el reconocimiento de la mala obra y por supuesto el aprendizaje para evitar la reincidencia. Esto puede traducirse en un simple ejercicio retórico si no hay claridad y transparencia en la voluntad de cambio.


Los caminos para este cambio también enseñan. Muchas mascaras se caen. Al final descubres quien te amó con todos tus defectos y quien solo dependía de una apariencia, de un icono. Las inconsecuencias, los abandonos, los desplantes también son parte del nuevo acerbo  que debes afrontar. De lo que hay que cuidarse es de no perder las perspectivas, no asumir fantasmas de persecuciones imaginarias, de supuestos complots que te hacen a ti el blanco perseguido. Es esta una sublimación del sentimiento de culpa. Es imprescindible asumir las consecuencias, pero no quedarse en el atolladero. La vida, enriquecida con la experiencia, debe continuar en búsqueda de una felicidad preterida pero no negada, posible en la medida que saldes tus cuentas con el pasado inmediato. Lo más difícil en esta coyuntura es el examen de nuestros actos con la mayor sinceridad posible. No buscar atajos de justificación burda, el reto y el camino es reconocer que hemos equivocado la senda transitada. No hay vuelta atrás. El tiempo  es irreversible, y con él todo el aparataje de vivencias, acciones y decisiones que asumimos y desembocaron en la crisis de vida. Es vital darle oportunidad a la esperanza, a la posibilidad de mejorar. En alguna ocasión, alguien escribió que nuestra vida es lo que somos en cada momento final, no somos el dolor pasado, la culpa anterior, el error cometido y superado. Es el aquí y el ahora lo que configura nuestro hacer, nuestro ser. De ahí la importancia de deslastrarnos de las cargas que no ayudan. Una vez llegado al final del viaje, no se sostienen las maletas. Lo que aconseja esto es iniciar nuevamente un camino, ligero de  equipaje.