Tal como alguna vez lo sostuvo Albert Camus, el deber de un ciudadano; sea intelectual, periodista, escritor, abogado o cualquier otra actividad que realice; no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. En tal sentido sostenía que: “Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Es pertinente acotar que el insigne intelectual francés formaba parte del grupo nutricio del denominado existencialismo, corriente que se caracterizaba por un pesimismo, aunque nunca pasivo e indolente.
Al estilo de Aron, pero en la acera de enfrente, Camus abogaba, como espectador comprometido, por una sostenida acción ciudadana que salvara a una sociedad “heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión” en una clara alusión a los intelectuales de su tiempo, que al asumir unos dogmas inamovibles se hacen corifeos de los peores sátrapas. Hace un llamado, más bien un reclamo dado que “esa generación ha debido, en si misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que nuestros grandes inquisidores arriesgan establecer para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la alianza.” Es una dramática pero contundente expresión de reconciliación responsable, actuante, sin concesiones a la pasividad cómplice. No deja de ser extremadamente actual, sin perder la connotación histórica en la cual fue expresada. Es indiscutible que cada generación debe asumir su papel protagónico en la búsqueda de una dignidad individual y una justicia social. Pero en ningún caso se debe preterir una por la otra, dada la circunstancia que los extremos pendulares llevan al fascismo y al totalitarismo.
En nuestro contexto, la necesaria revisión de lo que somos y hacia donde queremos ir, obliga a una estructuración de programas de formación de ciudadanos, no de recipendiarios de dadivas ni de limosnas, sino de protagonistas críticos, sin gríngolas ni catecismos anacrónicos, que en vez de liberar, aturden y someten a todos a letanías y eslóganes vacuos. La destrucción de un país no la produce necesariamente una catástrofe natural, dado que por muy intensa que sea, siempre podrá recuperarse. Los heroicos ejemplos actuales así lo vaticinan. La más horrenda de las pérdidas nacionales se fundamenta en el desconocimiento del otro, del que piensa diferente, al criminalizar la disidencia y perseguirlo y torturarlo por crímenes de pensamiento. Esa sangría en el alma de una nación es de negro pronóstico y de remota curación. La búsqueda de utopías puede sembrar de crímenes fraticidas a una nación donde se exacerben los odios y se generalicen las culpas. La realidad del día a día no puede ser ignorada y lo que se vislumbra en esa cotidianidad luce lleno de amenazas. Más allá de la propaganda oficial y de las ambiciones de los adversarios, hay una sociedad que se desangra por la inseguridad, sufre limitaciones en los servicios básicos, ve mermado sus posibilidades de subsistencia por una inflación de record, anhela una seguridad jurídica esquilmada por jueces venales. Es este el escenario en el cual esta generación tiene que extremar esfuerzos para poder cumplir con su deber
martes, 16 de marzo de 2010
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